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Metáfora Cobarde

Creo que ya no la amo. No sé muy bien lo que pasó pero desperté una mañana cansado de tanto de fingir. Abrí los ojos y ya no quería besarla, no quería ni siquiera sonreírle por educación y pretender que podíamos ser amigos en honor a estos diez años juntos. Quiero dejarla, quiero marcharme sin explicaciones, abandonar su vera sin mirar atrás, sin pensarlo de nuevo, sin pretender que me arrepiento de sentirme un patán. ¿Qué es una decisión apresurada? Para nada, el sentimiento se coló fuerte entre mis vísceras, y con cada amanecer lloraba en silencio por no atreverme a confesarlo, por ser un maldito cobarde que no admite que su corazón ya no le pertenece.


La conocí en mi infancia, era ella la niña mimada de alta sociedad que se dibujaba elegante entre los pasillos de mi pueblo. Yo era apenas un niño para suponer lo que vendría. Los años pasaron y nos descubrimos en caminos opuestos que eventualmente confluían, se unían espontáneos en medio de una adolescencia tormentosa y llena de prejuicios sociales.


Caminaba distraído cuando su mirada insinuante se atravesó en el torbellino hormonal de mis quince años, no entendía muy bien el sentimiento pero entre corrientes familiares terminé a su lado proponiéndole matrimonio. ¿Qué podía saber un niño sobre el amor? Nada, por supuesto.


Y así, después de tanto evitarlo caminé sonriente hacia el altar. No puedo negar que junto a ella exhalé las mejores sonrisas de mi vida. Sería un idiota si no admitiera que en sus brazos encontré el consuelo a tantas noches heladas, a tantos corazones rotos. Su amor crecía y pasados un par de años sentí que estar a su lado era lo mejor que me había podido pasar en mi vida.


A mis veintiún años presumía una madurez prematura que me hacía pavonearme tomando sus brazos. Fuimos la sensación en las fiestas, en la calle. Éramos la pareja envidada por todos. Le hacía en el amor en las noches con furia descontrolada y extasis desmedido. Mis orgasmos se solaparon con los de ella, saciándome a través del tiempo, excitándome en sus ausencias cortas.


El río siempre sigue su cauce, y los arroyos, inevitablemente, siempre terminan por fundirse en el mar. Casi como una imposición moral decidimos que había llegado el momento de tener un hijo. Ya no habrían orgasmos malgastados cayendo entre las paredes de latex usado. El primer intento fue un fracaso. La penetré distraído sin lograr fecundarla. Al final y después de un año de práctica su vientre maduro comenzó a crecer y, teniendo un poco mas de veinticuatro años, me convertía en padre de una niña minúscula que me regalaría, en teoría, los mejores días de mi vida.


La niña crecía de prisa y aunque consumía ingenua nuestras energías, logramos sobrevivir a la rutina huracanada de llantos e insomnio. Salíamos a cenar frecuentemente y seguíamos teniendo sexo por lo menos dos veces por semana. En teoría la llama estaba viva. ¿Estaba contento? No lo se, entre ella y nuestra hija los días se veían monopolizados totalmente, al llegar la noche no tenía fuerzas ni para escuchar mis propios pensamientos, mucho menos para revolotear en el caos animado de mi consciencia.


Caminaba distraído por las calles pobladas, cerré los ojos y me abandoné tranquilo a escuchar algún tango cansado que retumbaba en la esquina. Y fue así, casi como un encuentro apocalíptico, como la conocí. Muchos mas vieja, mucho mas cansada, pero mucho mas versátil, tanto que de a ratos sentía que podía transformarla en lo que a mi imaginación le provocara.


Huí con un par de dudas hasta su cama y la abracé nervioso como quien siente que hace algo malo. Desnudé su cuerpo y sus mamas erguidas se insinuaban entre mis dientes. Su ombligo hundido se entremezclaba con mi lengua húmeda que lo poseía sin escrúpulos. ¿Era mía? No, mas bien yo era suyo, irremediablemente suyo, inevitablemente su esclavo.


Me encerré en su celda translúcida como un camino alternativo para mi inseguridad emergente. La tomaba de la mano en público con la esperanza de animarme al divorcio. Pero aún así llegaba a casa y besaba a mi esposa. Aún así le hacía el amor en las noches cerrando los ojos. Aún cuando sus besos me hacían sentir vivo de nuevo no me atrevía a escaparme con ella. Incluso sabiendo que su amor era recíproco, escogí vivir esta doble vida maldita que me amarra el alma y me ciega la mente.


Espero en la esquina de algún café solitario a que mi voluntad cobarde exorcice el miedo y pueda despertarme un día sabiéndome un triunfador. Aguardo con mi impaciencia enlentecida a que el eclipse ridículo de mis prejuicios dejen colar algún rayo de sol entre mis días y la penumbra de no saberme feliz se aleje de una vez por todas. Mientras tanto elijo conformarme con lo mejor de ambos mundos, con besos a medias, con alegrías compartidas, con ilusiones a medio sentir.


Creo que ya no la amo. Y aquí entre tu y yo, no sé si algún día tenga el valor de dejarla.


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